Por una inquebrantable tradición de ya más de veinte años, cuando mi mujer y yo acostumbramos a salir, siempre caminamos tomados de la mano. Hasta ahí todo es armonía. Sólo que, si por un instante la suelto, ella se pone a... ¡comprar, comprar, comprar y comprar, de manera compulsiva!
A propósito, ¡cuán paradójicas son las cosas del consumismo en esta modernidad, y en particular cuando se tiene todo en busca del bienestar, e inclusive más de lo necesario!
Es así como mi esposa —nunca satisfecha— dispone para el día a día, por ejemplo, de una batidora eléctrica, una trituradora de alimentos eléctrica, una máquina de hacer pan eléctrica, una batidora eléctrica, un secador eléctrico, unas pinzas para el cabello eléctricas, un masajeador eléctrico, un horno eléctrico, una tostadora eléctrica, una lavadora eléctrica, un asador eléctrico, una batería de cocina eléctrica, una tetera eléctrica, una ducha eléctrica, un depilador eléctrico, un despertador eléctrico, un kit de cuchillos eléctrico, un juego de rulos eléctrico, una máquina lavaplatos eléctrica, un calentador eléctrico, una olla eléctrica para el arroz, un ventilador eléctrico, inclusive de una vieja máquina de escribir eléctrica, una aspiradora eléctrica, una estufa eléctrica, una plancha eléctrica, un picador de hielo eléctrico, un abrelatas eléctrico, un sacacorchos eléctrico, una máquina para aeróbicos eléctrica, una guitarra eléctrica, un aparato para pancakes eléctrico, un congelador eléctrico, un aparato multiusos de cocina eléctrico, una máquina de coser eléctrica, tanto como de una cafetera eléctrica, un calentador de agua eléctrico, un par de mantas eléctricas, un vaporizador eléctrico, una brilladora eléctrica, un cortauñas eléctrico, un cepillo dental eléctrico, una mecedora eléctrica, un trapeador eléctrico, en los jardines un complejo de cercas eléctricas, en fin, todo ello, naturalmente, sin contar otros aparatos y servicios conectados a la red eléctrica como son los sistemas de calefacción para el verano, de refrigeración para la época fría, el timbre, la alarma, el circuito cerrado de televisión para la seguridad, cinco faroles exteriores, la calefacción y las luces de la piscina, la iluminación del campo de tenis, el motor del jacuzzi, la cámara de bronceado, así como los cargadores de batería de los teléfonos celulares, los cargadores de las cámaras de fotografía y de video, más el refrigerador, los focos de luz en toda la casa, tres enormes lámparas colgantes de murano en el área social, cinco de mesa en la sala, otras cuatro en las habitaciones, tres televisores de pantalla gigante con sus respectivos teatros en casa o home-theater, la nevera, la lavadora, la secadora de ropa, la licuadora, el horno microondas, los equipos de sonido en las cuatro habitaciones, un par de reproductores de música MP3 y MP4, el karaoke en la sala de juegos, tres aparatos para el DVD, dos computadoras, un impresora, lo cual, por supuesto, y aunque parezca redundante, me electriza, pues —¡quién lo creyera!— cuenta, además, con el servicio de un ingeniero electrónico particular para cada marca de aparato —sus favoritas son, obviamente, Electrolux y General Electric—, y no he mencionado la existencia de un par de electricistas de cabecera.
Inmersos como hemos vivido en aquel ruidoso universo eléctrico, de electrodomésticos y de aparatos electrónicos, un buen día en que ocurrió un corto circuito en el sector y nos quedamos sin servicio de energía, y cuando por fin reinó un silencio casi celestial, de súbito ella, desesperada, compulsiva, inconforme, abatida, inconsolable, energúmena, histérica, al punto de las lágrimas, me exigió en tono de reclamo, dirigiéndose a la sala de televisión: "¡Caramba!, viéndolo bien, aquí tenemos un montón de aparatos eléctricos, acumulados en tantos años de matrimonio, y sin embargo, ¡fíjate, gran imbécil!, carecemos de algo esencial, y es que no tenemos nada, absolutamente nada, ¡en dónde sentarnos...!", lo cual, sinceramente, reñía con la verdad.
Y así fue subiendo el tono del sermón y aumentando el calibre de los adjetivos: "¡Por tu culpa, rata asquerosa!" —me increpó, arañándome y propinándome tremendo par de bofetones, coscorrones y una andanada de puños y puntapiés en las partes nobles— "¡aquí no hay en qué aplastarse a descansar!". Al cabo de 38 minutos de perorata —el incidente había comenzado exactamente a las 9 a.m., cuando ocurrió el apagón— y de proferirme toda suerte de agravios, para completar mi horror, su ofensiva fue, en términos de vocabulario, mucho más allá: "¡A ver si me entiendes mejor, gran cretino de mierda, bobo güevón, maricón, pirobo, gonorriento, gran cabrón, te estoy diciendo que en esta malparida casa no hay dónde poner el hijueputa culo!". Desorbitados los ojos, jadeante y con una nube espuma en la boca, a estas alturas ya mi esposa esgrimía un enorme cuchillo.
En verdad, aquí no le quito ni le agrego una coma al inventario, ni a la relación de los hechos. Con los labios anestesiados y manando sangre y con los testículos a punto de estallar, me quedé frío, impotente, derrotado, sin palabras, ante tan exagerado, enojoso, injusto y peligroso reclamo, y sobre todo porque me he pasado la existencia comprando y comprando aparatos y aparatos eléctricos—muchos de los cuales ya ni usa— para satisfacer la mínima exigencia de mi mujer.
Planteadas así las cosas, y aún tenga que vender uno de nuestros tres vehículos del año —no importa si el 4x4 negro de la Mercedes Benz, el deportivo rojo de la BMW o el Porsche Carrera amarillo— hoy estoy pensando muy seriamente en que la respuesta definitiva a su clamor llegará en su próximo cumpleaños, dentro de ocho meses. Aunque resultará un poco costoso —y además porque la cuenta de la energía va a dispararse el día de su estreno, pues su uso consume 1.700 voltios— el regalito perfecto para nuestro hogar eléctrico será irremediablemente el que aparece abajo de estas líneas y con el cual podrá, eso creo, descansar... ¡definitivamente!
Y es que hoy ya completo 18 meses, tres días y veintinueve minutos en que no hablo con ella. Y es porque, simplemente, ¡no me gusta interrumpirla...!
No he narrado aquí que hace quince días nuestra cortadora de césped (¡eléctrica!) se estropeó, a lo cual mi mujer me colmó la paciencia dándome a entender que yo y nadie más que yo, que no hago más que trabajar y trabajar, debería repararla. En honor a la verdad, siempre acababa yo teniendo otras cosas mucho más importantes que atender, tales como lavar el coche, ir adonde el peluquero, hacer un informe contable o financiero de la oficina, etc. En fin, asuntos de mayor trascendencia.
En ese estado de cosas, un buen día ella se ideó un modo de convencerme, muy efectivo, muy sutil. Exhausto del trabajo, cuando regresé a casa la encontré agachada en el césped, que estaba bastante crecido, y ella, ocupadísima, estaba recortándolo con su... ¡tijerita de costura! Ver para creer. ¿Para qué exagerar? Aquella escena y su protagonista me tocaron el alma en lo más profundo. ¡Como nunca había ocurrido!
Es cierto: Me emocioné, me confundí, me impresioné mucho. Fue así como decidí entrar en casa para buscar una alternativa a este hecho insólito que sacudía mis entrañas. Al cabo de unos minutos, regresé a la zona del prado llevándole su cepillo de dientes. Mientras le hacía entrega del cepillo, se me ocurrió decirle: "Cariño, cuando termines con el césped, ¿podrías también barrer el patio...?"
Después de aquel episodio, francamente no me acuerdo de nada. A duras penas de mi nombre. Mi mente está pasmada, verdaderamente en blanco. Aunque el escepticismo de los médicos salta a la vista, ellos me prometen que podré volver a caminar. Pero, definitivamente, me preocupa mucho que mi mujer, que suele anticiparse a todo, incluso a mis pensamientos más recónditos, se me adelante, con motivo de mi cumpleaños, que es pasado mañana, con un regalo que es más bien un diagnóstico, y cuyas características son las siguientes: